Tenía una
cabellera larga y suave, que se retocaba al pasar por delante del
espejo. Era presumida y dicharachera, generosa y comunicativa.
Contaba cosas, como el color del cielo cuando acabó la guerra, y se
podía confiar en ella. Ahora continúa entre nosotros, tiene
alrededor de setenta años, o más, ya no lo recuerda.
Cuando se
le pregunta la edad te espeta “Escucha, pues no la voy a saber”;
y se escabulle. Ya no se arregla por las mañanas, alguien le ayuda a
levantarse y en el aseo. Después quiere ir a ver las tierras con su
hermano, pero no hay tierras y su hermano murió cuando eran
adolescentes.
Su pelo
negro se recoge en un apaño gris y desconoce la existencia de los
espejos. Cuando se obstina en salir, hay que guardar las llaves,
porque un día la encontraron en una casa extraña, perdida y
asustada, como un animalillo; o quiere echar a los invitados de una
boda que, insistía, se habían colado en su casa a comer sin
permiso. Es la abuela, la madre, o la esposa, pero no lo sabe.
Quienes
están a su lado han perdido gran parte de su libertad. Cuidan,
vigilan y, en ocasiones, sonríen los “golpes”de alguien que ya
no vive con ellos, que está no se sabe dónde, pero que les necesita
cada segundo y les llena el día de tribulaciones y el corazón de
ternura. Padece un tipo de demencia senil, cualquiera, qué más da,
pero la enferma verdadera no es ella, sino su familia. Sus
componentes están lúcidos, son cariñosos pero, a veces, se sienten
impotentes. Cuentan sus cosas, reclaman la atención de las
administraciones y, cuando pase el tiempo, podrán recordar –ellos
sí- que convivieron con María y que, afortunadamente para todos,
les dejó el verano pasado. Afortunadamente, que dirán con sentido
común y con tristeza.
(Dedicado a los familiares de los enfermos de Alzheimer)
(Publicado
en El Correo de Andalucía, 30/09/2003, HuelvaYa.com, 20/09/2014 y otros medios)
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