Simplificando al
máximo el libro del controvertido J. A.Marina “Despertad al
diplodocus”, tanto que no pasaré del índice, los motores -dice-
que han de hacer posible el cambio que necesitamos en la educación
serían la escuela, la familia, la ciudad, la empresa y el estado.
Pues bien, la escuela,
entendida como institución, sigue siendo el gran asunto del que se
ocupa mucha gente, pero sin orden ni concierto alguno; bueno,
conciertos sí, los que se mantienen para seguir perpetuando las
discriminaciones.
Esta escuela donde
ejercen los profesores más viejos en los mejores barrios de la
ciudad y los docentes con menor experiencia y menos años en los
lugares de más difícil desempeño; donde se planifican los
cursos en dos días (con sus tardes y noches, eso sí), porque nadie
se atreve a eliminar los exámenes de septiembre; donde se implanta
la jornada única para que puedan vivir también los jóvenes en paro
con sus clases particulares y los conservatorios, academias, clubes
deportivos, gimnasios y disciplinas inventadas. Esa escuela en la que
el trabajo por proyectos, las comunidades de aprendizaje, las
tecnologías, el currículo y el horario flexible suenan a innovación
todavía.
Una familia, núcleo
de todo, en que se gesta el respeto a quien más sabe (magister) y a
quien tiene encomendada la tarea de pasar muchas horas con los hijos,
en donde cualquier diferencia entre la necesaria colaboración con
los docentes se nota y repercute; donde lo único imprescindible es
la tarea de un gran equipo con entrenadores profesionales.
Una ciudad motivadora,
que se preocupa por la salud y el medio ambiente, por la lucha contra
el alcoholismo y las drogas, el fomento de la lectura, la integración
laboral, la creatividad y el tiempo libre, con espacios reglados para
estudiar y para pasear, para estar; que no permita que un menor esté
vagando, ni vendiendo, ni trabajando en horas de clase, que colabore
y que incite a la cultura.
Esa empresa entendida
como dinámica y proactiva, donde los cargos cuanto más elevados
recaigan en los más capaces y donde se trabaje en una dirección
única, con una meta, unos objetivos claros, medibles y alcanzables;
con una idea de servicio público (cuando lo sea y, si no, social),
con los logos del esfuerzo y la recompensa, no necesariamente en los
“operarios”, sino en los beneficiados. La empresa del saber, del
conocimiento, de la formación que ha de desembocar en las otras
empresas, las del trabajo remunerado, las actividades mercantiles,
industriales y de las prestaciones.
Y el estado, que
organiza, que coordina, que hace los caminos para el tránsito, para
el viaje. Un estado que se responsabiliza y que cuida, que protege,
que asegura deberes, derechos y libertades, que elige a sus empleados
y, consciente de la importancia que tienen, los pone en valor, los
prestigia y los eleva.
Interpretando al
mínimo, como decía, el libro publicado por Ariel y no el “Libro
blanco”, que desconozco aún, estos motores están gripados y no
creo que baste con una rectificación en términos mecánicos, sino
en un planeamiento nuevo y comprometido de toda la sociedad.
Juan Andivia Gómez
(Publicado en
varios medios)