Opinión


domingo, 16 de octubre de 2016

Colegio privado, colegio público



Quiero una escuela pública y de calidad; vaya esto por delante pero, tras haber coincidido con una mayoría de directivos de colegios privados en un congreso que reunía un tercio del mundo, he llegado a las conclusiones siguientes:
Las empresas educativas ofrecen buenos servicios porque son empresas, funcionan como tales, deben ganarse a sus clientes y, por ello, hacen que sus trabajadores se impliquen, se formen y comulguen (a veces demasiado) con sus idearios. A mayor productividad, más negocio y, a mayor negocio, más inversión en pistas deportivas, instalaciones varias y mercadotecnia. Es comercio, con la educación, pero comercio; y está bien que exista, porque quien pueda permitirse pagar sus mensualidades y alimentar esa parte de su cerebro que le hace creer que son mejores, tiene todo el derecho del mundo a pensar que la compañía de la hija del notario hará crecer intelectual y culturalmente a sus hijos. El problema de esa división entre los unos y los otros lo tienen únicamente quienes así lo creen.
Los progresos en didácticas y tecnologías son bienvenidos, porque pueden reducir las ratios, innovar y destinar a otra función al empleado que no rinde o que se niega a modernizarse. Es una banalización de la insigne misión de educar que el usuario no sufre, sino que se beneficia generalmente.
Es verdad que muchos centros alardean de lo que no tienen, o de más de lo que tienen, que pagan la publicidad en los medios; que estos medios, la mayoría partidarios de un liberalismo que arrincona a las clases menos favorecidas, los aúpan y pregonan virtudes que, a veces, son comunes. Verdad que los horarios del profesorado se modifican al gusto y que hay quienes deben asistir a convivencias en sábados y domingos y quienes deben decirle a la madre superiora “Amén, Jesús” y casarse por la iglesia, para poder ejercer su docencia de matemáticas; y que en algunos, o muchos, se bordea la normativa para adecuarla a las convicciones.
Todo eso es verdad y cada vez hay más, porque cada vez se cuida menos la educación pública: ¿saben ustedes que los profesores estatales no pueden formarse sino por los formadores estatales que, a su vez, han tenido que ser formados por formadores estatales?; ¿saben que las innovaciones más elementales no pueden desarrollarse porque las clases de cuarenta metros cuadrados albergan, a veces, hasta treinta y ocho adolescentes; y que los horarios y los espacios y las autorizaciones son inflexibles, inmutables, únicos y anticuados muchas veces; y que el presupuesto para inversiones es irrisorio; y que no se puede contratar profesorado especialista, lectores o técnicos y que existen enormes dificultades para consolidar un equipo directivo? ¿Saben que nadie quiere ser director o directora?
Quiero, exijo, una escuela pública de calidad; prefiero que haya un porcentaje pequeño de centros que puedan competir con los privados mejores a que, por una pacata idea de la equidad, no pueda competir ninguno; deseo que los mejores profesores puedan volar y hacer volar a su alumnado, sin cortapisas ridículas; quiero y lo repito, como aquel ministro de educación Ángel Gabilondo, que la ideología se lleve a los presupuestos.
Existen también los colegios concertados, necesarios porque el erario no puede permitirse abrir una red estatal que acapare toda la escolarización, así que la administración paga esto y aquello y ellos ponen las instalaciones y lo demás; lo que pasa es que lo demás no siempre es excelente y, en competencia desleal con los privados en algunas comunidades, como la de Madrid, han utilizado suelo público para sus edificaciones y siguen cobrando, además, por servicios que pueden usarse, aunque no se usen. Los privados concertados se caracterizan por ser mantenidos y desagradecidos, pero las distintas consejerías no pueden prescindir de ellos.
Ah, y Finlandia, siempre que se habla de éxitos, se nombre Finlandia, donde la educación es gratuita e impartida por centros públicos, donde no se paga por los libros ni por el material escolar y donde los municipios son los máximos responsables; donde se intenta compensar las necesidades de quienes las padece; donde todos son o quieren ser finlandeses.
¿Qué hacemos pues? Para empezar, reivindicar lo mejor de lo público que es mucho, dar publicidad a los logros que sus estudiantes consiguen: premios extraordinarios, olimpiadas científicas nacionales e internacionales, calificaciones en las universidades, becas de distintos organismos, formación integral y no sesgada, imparcialidad, objetividad, garantías, potenciación de lo rural, apoyo a los pueblos pequeños, atención a la diversidad entendida con toda su amplitud, estudio de las estadísticas reales y no de las clasificaciones interesadas en la prensa conservadora; después, convencer y convencernos de que gestionar la educación no es una tarea únicamente política, ni únicamente social, sino que al frente de los organismos deben estar los más cualificados, a quienes habrá que reconocerles su labor y su prestigio y no ningunearlos, hundiéndolos en la masa, totalmente heterogénea.
Y, si después de todo, alguien cree que es mejor discriminar y tener un ideario, que optar por la integración, la igualdad de oportunidades y el profesorado libre y mejor formado, casi siempre; si quiere pagar de veces por un derecho fundamental; si prefiere la opacidad a la transparencia, pues que lo haga; pero no colaboremos en que los empresarios de la educación privada venzan a los administradores de la estatal, aunque estos últimos sigan sin enterarse que hay que aupar a algunos y potenciar a otros, que la igualdad hay que interpretarla y que si sabemos lo que queremos, no se pueden frenar las iniciativas, no hay que ser burócratas, sino tan listos como los que más, con la misma publicidad, con los mismos medios de formación, con idénticas aspiraciones, aunque no sean rentables.
Además, ¿cuál es la verdadera rentabilidad en la educación?

                                     Juan Andivia Gómez
                                     (Publicado en varios medios)

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