Quiero
una escuela
pública y de calidad;
vaya esto por delante pero, tras haber coincidido con una mayoría de
directivos de colegios
privados en un
congreso que reunía un tercio del mundo, he llegado a las
conclusiones siguientes:
Las
empresas educativas ofrecen buenos servicios porque son empresas,
funcionan como tales, deben ganarse a sus clientes y, por ello, hacen
que sus trabajadores se impliquen, se formen y comulguen (a veces
demasiado) con sus idearios. A mayor productividad, más negocio y, a
mayor negocio, más inversión en pistas deportivas, instalaciones
varias y mercadotecnia. Es comercio, con la educación, pero
comercio; y está bien que exista, porque quien pueda permitirse
pagar sus mensualidades y alimentar esa parte de su cerebro que le
hace creer que son mejores, tiene todo el derecho del mundo a pensar
que la compañía de la hija del notario hará crecer intelectual y
culturalmente a sus hijos. El problema de esa división entre los
unos y los otros lo tienen únicamente quienes así lo creen.
Los
progresos en didácticas y tecnologías son bienvenidos, porque
pueden reducir las ratios, innovar y destinar a otra función al
empleado que no rinde o que se niega a modernizarse. Es una
banalización de la insigne misión de educar que el usuario no
sufre, sino que se beneficia generalmente.
Es verdad
que muchos centros alardean de lo que no tienen, o de más de lo que
tienen, que pagan la publicidad en los medios; que estos medios, la
mayoría partidarios de un liberalismo que arrincona a las clases
menos favorecidas, los aúpan y pregonan virtudes que, a veces, son
comunes. Verdad que los horarios del profesorado se modifican al
gusto y que hay quienes deben asistir a convivencias en sábados y
domingos y quienes deben decirle a la madre superiora “Amén,
Jesús” y casarse por la iglesia, para poder ejercer su docencia de
matemáticas; y que en algunos, o muchos, se bordea la normativa para
adecuarla a las convicciones.
Todo eso es
verdad y cada vez hay más, porque cada vez se cuida menos la
educación pública: ¿saben ustedes que los profesores estatales no
pueden formarse sino por los formadores estatales que, a su vez, han
tenido que ser formados por formadores estatales?; ¿saben que las
innovaciones más elementales no pueden desarrollarse porque las
clases de cuarenta metros cuadrados albergan, a veces, hasta treinta
y ocho adolescentes; y que los horarios y los espacios y las
autorizaciones son inflexibles, inmutables, únicos y anticuados
muchas veces; y que el presupuesto para inversiones es irrisorio; y
que no se puede contratar profesorado especialista, lectores o
técnicos y que existen enormes dificultades para consolidar un
equipo directivo? ¿Saben que nadie quiere ser director o directora?
Quiero,
exijo, una escuela pública de calidad; prefiero que haya un
porcentaje pequeño de centros que puedan competir con los privados
mejores a que, por una pacata idea de la equidad, no pueda competir
ninguno; deseo que los mejores profesores puedan volar y hacer volar
a su alumnado, sin cortapisas ridículas; quiero y lo repito, como
aquel ministro de educación Ángel Gabilondo, que la ideología se
lleve a los presupuestos.
Existen
también los colegios concertados, necesarios porque el erario no
puede permitirse abrir una red estatal que acapare toda la
escolarización, así que la administración paga esto y aquello y
ellos ponen las instalaciones y lo demás; lo que pasa es que lo
demás no siempre es excelente y, en competencia desleal con los
privados en algunas comunidades, como la de Madrid, han utilizado
suelo público para sus edificaciones y siguen cobrando, además, por
servicios que pueden usarse, aunque no se usen. Los privados
concertados se caracterizan por ser mantenidos y desagradecidos, pero
las distintas consejerías no pueden prescindir de ellos.
Ah, y
Finlandia, siempre que se habla de éxitos, se nombre Finlandia,
donde la educación es gratuita e impartida por centros públicos,
donde no se paga por los libros ni por el material escolar y donde
los municipios son los máximos responsables; donde se intenta
compensar las necesidades de quienes las padece; donde todos son o
quieren ser finlandeses.
¿Qué
hacemos pues? Para empezar, reivindicar lo mejor de lo público que
es mucho, dar publicidad a los logros que sus estudiantes consiguen:
premios extraordinarios, olimpiadas científicas nacionales e
internacionales, calificaciones en las universidades, becas de
distintos organismos, formación integral y no sesgada,
imparcialidad, objetividad, garantías, potenciación de lo rural,
apoyo a los pueblos pequeños, atención a la diversidad entendida
con toda su amplitud, estudio de las estadísticas reales y no de las
clasificaciones interesadas en la prensa conservadora; después,
convencer y convencernos de que gestionar la educación no es una
tarea únicamente política, ni únicamente social, sino que al
frente de los organismos deben estar los más cualificados, a quienes
habrá que reconocerles su labor y su prestigio y no ningunearlos,
hundiéndolos en la masa, totalmente heterogénea.
Y, si
después de todo, alguien cree que es mejor discriminar y tener un
ideario, que optar por la integración, la igualdad de oportunidades
y el profesorado libre y mejor formado, casi siempre; si quiere pagar
de veces por un derecho fundamental; si prefiere la opacidad a la
transparencia, pues que lo haga; pero no colaboremos en que los
empresarios de la educación privada venzan a los administradores de
la estatal, aunque estos últimos sigan sin enterarse que hay que
aupar a algunos y potenciar a otros, que la igualdad hay que
interpretarla y que si sabemos lo que queremos, no se pueden frenar
las iniciativas, no hay que ser burócratas, sino tan listos como los
que más, con la misma publicidad, con los mismos medios de
formación, con idénticas aspiraciones, aunque no sean rentables.
Además,
¿cuál es la verdadera rentabilidad en la educación?
Juan Andivia Gómez
(Publicado
en varios medios)
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